sábado, 9 de julio de 2022

Entrevista a Bárbara

 https://www.elconfidencial.com/espana/comunidad-valenciana/2022-07-10/barbara-blasco-a-veces-es-escritora-he-pasado-gran-parte-de-mi-vida-pensando-que-no-tenia-derecho-a-nada_3457047/

lunes, 30 de mayo de 2022


                                                                  Unos vecinos

 A la mañana siguiente de mi llegada. El estridente sonido de la máquina, que limpia la arena cada madrugada, al pasar por delante de la casa, me despertó. Era la hora de comenzar mi paseo. 
Salí a la playa, como siempre, por la portezuela del jardín de delante. El mar estaba en calma. El cercano faro todavía parpadeaba, le di la espalda y comencé caminar por la orilla.
A lo lejos, la barrera de montañas empezaba a diferenciarse, las nubes circulaban entre ellas y dejaban las cumbres flotando. La más alta, vista desde el sur, es la imagen de una inmensa campana, y es así, como la llama la gente del lugar. En la cumbre tiene una hendidura, y cuando las nubes se posan allí, recuerda un volcán. Me gustaba contemplarla a lo largo del día, y ver cómo cambia su semblante con la luz. Al amanecer tiene reflejos dorados, al atardecer se viste de púrpura, al anochecer de azul translucido hasta perderse en la noche, y entonces, solo se ven las luces habitadas al pie de ella.
El sol fue empujando la noche y se dejó ver antes de salir. La playa parecía desierta, y mientras caminaba me encerré en mis pensamientos, recordando lo sucedido el día anterior; cuando llegué hasta aquí.
Conduje por la calle de la urbanización hasta llegar a mi garaje, delante de él, un coche todoterreno me impedia la entrada. Es algo que suele ocurrir en los meses de verano, cuando están todas las casas habitadas y hay más de un coche por vivienda, pero a finales de mayo, todavía, las viviendas están vacías.
Toque el claxon para llamar la atención. De la vivienda anexa a la mía, salió un hombre, le seguía un pastor alemán. Baje del coche, el perro mostró sus dientes mientras gruñía, ¡Buscón cállate! le dijo imperioso su dueño. Se presentó como un vecino que había alquilado la vivienda, durante un tiempo, para él y su hijo. Tenía acento extranjero que no supe identificar. Aparentaba unos cuarenta años, era de estatura media, el pelo castaño, y, una  sonrisa inmutable. Sus ojos azules, parecían, canicas de cristal sobre nieve.
Me pidió disculpas, y me sugirió que le hiciera una caricia al perro qué, de esa manera, se haría amigo mío, así lo hice, los perros me gustan, después de la caricia me siguió mientras descargaba el coche hasta el interior de mi casa, pidiendo atención.
Salí de mis pensamientos para mirar el grupo de gaviotas que emprendieron el vuelo, sus gritos como carcajadas invadieron el aire. Al acercarme vi que una de ellas seguía en la arena, boqueaba, comprendí que estaba muriendo.  Desconcertada, pensé si podría hacer algo para ayudarla, pero no supe qué, y seguí caminando. Llegué hasta donde solía dar la vuelta.  De regreso, la gaviota seguía en silencioso lamento. Uno de los hombres que limpia la playa, se acercó a ella, dudó un momento, y con sus manos enguantadas, la metió en la bolsa negra que llevaba. En extraña asociación surgió otra imagen.
Evoqué… Llegaron dos hombres, lo encerraron en una gran bolsa negra para llevarlo al tanatorio. Hace un año él murió, se durmió y ya no despertó; un hecho inesperado para alguien de cuarenta años. La añoranza me llevó a volver a esa casa. Por última vez. Él solía salir a mi encuentro, no le gustaba levantarse tan temprano, y hacíamos parte del regreso juntos. Cuando llegábamos delante de nuestra casa, nadábamos un rato en el mar, luego, desayunábamos en el porche.
Aquella mañana hice lo mismo yo sola. Nadé con furia, el desconsuelo me empujaba. Salí del agua, crucé la arena y subí los cinco peldaños hasta el jardín. Vi al vecino de al lado, esperando, miré yo también hacia el mar.  Del agua salia un hombre joven, desnudo, la playa seguía desierta, el vecino lo recibió, lo arropó con la manta de baño que llevaba, le frotó el cabello como lo haría con un niño y le beso. Pensé que debía ser su hijo. 
Al atardecer me senté a contemplar la versátil marina y su efímero púrpura. En el jardín contiguo, separado del nuestro por un bajo murete jardinera, estaban los vecinos ante una pequeña mesa, tomando vino. Los mire, ellos me saludaron levantando sus copas invitándome a pasar y compartirlo con ellos. Pensé que era una forma de salir, por un breve tiempo, de mi tristeza y del aislamiento voluntario de los últimos meses, acepté.
Me fije en el joven, en su belleza, era más alto que su padre, y ningún parecido con él. Adrián dijo que se llamaba, no tenía ningún acento. Su cabello era más claro, rizado, y una sonrisa espléndida. Lo más sorprendente eran sus ojos, grandes, casi dorados. En ellos había una mirada que me aduló, me sentí hermosa. Desde que mi marido murió, nadie me había mirado así.
Se nos hizo de noche, la charla había sido muy agradable y no sé cuanto vino llegué a beber. El joven fue el más ameno, el padre lo contemplaba mientras le acariciaba la mano. También yo acariciaba al perro que se había convertido en mi amigo, y descansaba su hocico sobre mi regazo.  Me levanté, somnolienta, para marcharme y sentí el mareo causado por el vino. El joven, amablemente me acompañó hasta mi puerta.
Fui directamente a la cama. Esa noche tuve un sueño placentero y extraño a la vez. Hacíamos el amor, el hombre era mi marido y el joven vecino fusionados en uno. Por la mañana, mientras daba mi paseo, la sensación seguía en mi cuerpo, lo recordaba intensamente, como una realidad vivida. Camine hasta donde siempre, ese día Buscón se vino conmigo.
A la vuelta nade un rato como de costumbre, esta vez, sintiendo el agua envolviendo mi cuerpo.  Cuando salí me cruce con Adrián, evito mirarme. Mientras me duchaba con la manguera del jardín, vi al padre al otro lado, mirándome, fijamente, su cara era una máscara inexpresiva, sentí frío.
Al atardecer volví a sentarme a contemplar el crepúsculo. En el jardín de al lado se repetía la escena del día anterior, el perro saltó el murete y vino a mi encuentro, el padre le llamó, pero él prefirió seguir con mis caricias. Me invitaron de nuevo a unirme a ellos, me disculpe, no quería molestarlos les dije; la verdad es que deseaba estar sola; insistieron, me sentí obligada por la amabilidad del día anterior y les propuse que pasaran ellos a mi casa; podía sacar yo un vino que tenía de reserva. Vinieron, Adrián seguía esquivando la mirada, lo hizo durante todo el tiempo. El padre fue el que hablo esta vez, de sus numerosos viajes. Era un hombre culto y sus relatos tenían interés. Volvimos a beber mucho, además de mi vino, también el que ellos trajeron.
No recuerdo lo que ocurrió aquella noche. Solo recuerdo la sensación y el dolor al despertar. El despertar de una pesadilla. Dormí sobre un lecho de canicas de cristal, azules. Me deslizaba con ellas y se me clavaban por el peso de otro cuerpo que me presionaba contra ellas; yo gritaba tratando de liberarme, nadie me oyó. Escuche el ladrido de un perro a lo lejos. 
Cuando desperté era avanzada la mañana, traté de levantarme y sentí un dolor inmenso, con esfuerzo lo conseguí y, cuando miré mi cuerpo tenía arañazos por todo él. En las sabanas había sangre. El pánico me paralizó durante unos minutos; salí de él finalmente. La puerta del jardín estaba abierta, me acerque a cerrarla y vi a Buscón tumbado en el césped, le llamé, no contestó, supe que estaba muerto. Llena de espanto cerré la puerta asegure todas las demás, cogí el teléfono y llame a la policía. El tiempo hasta que esta llegó, se me hizo eterno.
Les conté todo lo que sabía. Fueron a la casa de al lado, todo estaba cerrado, no había nadie. Llamaron a los dueños, unos vecinos que conocíamos de muchos años, dijeron que ellos no le habían alquilado la vivienda a nadie. Yo no pude aportar más detalles
Estuve ingresada dos días en una clínica. Pasado un tiempo puse la casa en venta, y no he vuelto nunca más por allí.




sábado, 28 de mayo de 2022

Pompeya

 

Era una calurosa tarde de julio. Un ruido de motor de gran cilindrada, poco habitual en aquella calle de pareados a medio construir, me empujó a salir a la calle, algo no menos desacostumbrado. Solía pasarme las horas muertas de aquel verano sin estímulos de mis dieciséis años en el garaje de mi propio pareado (este sí acabado, gracias a la herencia de mi madre), rodeado de todas las cosas que habían configurado mi niñez no tan lejana, de final tan abrupto: las cajas de plástico con ropa y juguetes, perfectamente etiquetadas y alineadas unas con otras en las estanterías metálicas, las pilas de mis libros escolares forrados cuidadosamente y ordenados por materias y cursos. Por encima de todo esto, una amalgama de cosas inservibles, sin carácter ni orden, como todo lo que tenía relación con los últimos dos años. Y en tierra de nadie, sin pertenecer al hoy ni al ayer, colgado de un clavo, el fular preferido de mi madre, uno de tantos con los que siempre cubría su cuello.

Al salir del garaje, me golpeé el pulgar con el listón mal ajustado de la puerta, y el césped seco rascó las plantas de mis pies descalzos. A la vez que yo me asomaba a la calle por la puerta del garaje, él lo hacía por la puerta principal. Estábamos igual de sorprendidos al vernos desposeídos de nuestro rango de dueños y señores de la calle, aunque los dos sabíamos que en algún momento se ocuparía la casa contigua a la nuestra, las dos únicas supervivientes de la crisis que había arrasado aquel barrio y las vidas de sus proyectados moradores.

Del coche bajó una mujer, todo lo rápidamente que le permitía su ajustado vestido. Echó una mirada a la casa vecina, y en su cara se dibujó una amplia sonrisa por debajo de sus enormes gafas de sol. Miró satisfecha hacia la despejada dehesa que se abría al final de la calle, tras la última ruina, y después hacia las dos gárgolas que la miraban sin pestañear, y se acercó a saludarnos.

Él le tendió su manaza nerviosamente, y se presentó. Después me presentó a mí. Ella se levantó las gafas, me dirigió una mirada cariñosa y me abrazó levemente. Entablaron una conversación de circunstancias, y mientras él se esforzaba en presentar su mejor versión, yo no podía apartar la vista de sus ojos expresivos. Nos contó que se llamaba Clara y que era profesora, que había conseguido una plaza en el instituto de nuestro pueblo, y que nunca había vivido en el campo. Le ayudamos a llevar las maletas a la casa, y prometió invitarnos a tomar algo muy pronto.

Cada uno se tomó la espera a su manera. Él decidió quitarse la gorra e ir al peluquero, y llevarse las latas de cerveza y los envoltorios de comida precocinada acumulados en el patio. Un día, al volver del aserradero, instaló unas espalderas y un banco de pesas en mi garaje, desalojándome de mi espacio, apartando unas estanterías con herramientas perfectamente ordenadas y contribuyendo a aumentar el caos reinante. Yo aproveché para apropiarme de las herramientas, con la excusa de cuidar del jardín. La falta de costumbre de estar al aire libre hizo que se me pelara la nariz y me salieran pecas. La crema caducada no fue un gran alivio sobre mi piel quemada.

Desde su llegada, el silencio no era tan espeso. A veces oía un canturreo a través de la pared de mi cuarto, por lo que supuse que se había instalado en la habitación contigua a la mía, o sus carcajadas mientras escuchaba algo en el móvil. O me llegaba la fragancia de su colonia por la ventana abierta, o el aroma a suavizante de sus sábanas puestas a secar al sol. Todas las tardes, Clara cogía el coche y se iba a buscar cosas para acomodar la casa. Todas las tardes esperábamos oír el coche llegar, y cuando el motor paraba, él abandonaba sus rutinas gimnásticas y salía a ofrecerse a ayudarle con los paquetes. Pero esa tarde no le dio tiempo ni a soltar el tensor con el que fortalecía sus manos, porque sonó antes, tembloroso por la inactividad, el timbre de la puerta.

Escuché la desenfadada invitación a cenar de Clara, y los aspavientos de él agradeciéndoselo. Me puse muy nervioso, esperaba que aquello no fuera a más.

A la hora acordada, repeinados como dos niños en su primer día de colegio, llamábamos a la puerta de su casa. Él llevaba una botella de vino, y yo un par de rosas que había cortado de los resucitados rosales de mi madre. La cena fue ligera, como la conversación, en la que él jugó todas sus bazas. Pasamos después al salón, y mientras Clara ponía música, él me hizo un gesto lo bastante elocuente como para que me despidiera con una mala excusa. No olvidé meter en mi bolsillo la llave de la casa, que descansaba sobre el mueble de la entrada.

Me tumbé sobre mi cama con todos los sentidos alerta. Pasó una eternidad hasta que oí ruidos en la habitación de al lado, un amago de conversación salpicada con risas y silencios cada vez más prolongados, y al cabo los gemidos que subían y subían de volumen. Era el momento. Bajé corriendo las escaleras, asiendo por su mango la azada con la que trabajaba en el jardín. Saqué la llave del bolsillo de mis pantalones y entré en la casa mientras sentía que el sonido disminuía. Temiendo no llegar a tiempo, y sin saber realmente qué iba a hacer si aquello había vuelto a suceder, subí gritando para darme ánimos y entré en la habitación de Clara empuñando la azada.

Los encontré incorporados sobre la cama, sobresaltados por mis gritos. Me alegré de comprobar que Clara estaba viva, murmuré una disculpa, y salí de aquella habitación.

Al día siguiente, por la tarde, vi a Clara salir de casa en su coche. Llevaba su melena ondulada suelta, y un bonito fular anudado al cuello.

  

miércoles, 25 de mayo de 2022

EL ELEFANTE ROSA

En el número 20 de la calle en Proyecto hay una casa, y en el 22, también. La casa del 20 es rosa. La del 22, también. La del 20 tiene cuatro grandes ventanas simétricas, dos arriba y dos abajo y una puerta blanca en medio. La del 22, también. 

La casa del 20 y la del 22 son idénticas, pero en el 20 vive ella, y en el 22 vivimos nosotros, y nos separa una infranqueable pared medianera y algo de coraje.


Ella es Lucía, tiene 30 años y lleva varios meses en nuestras vidas. Lucía se queda a vivir en la vida de la gente porque a todos les cuesta sacársela de la cabeza, como un elefante rosa, pero ella es una pantera blanca: ligera, solitaria, extraña, temible, única. 


El día que entró en nuestras vidas se instaló entre mi padre y yo como la medianera que separa nuestras casas, indestructible. Ese día llamó insistentemente a nuestra puerta y cuando abrimos nos dijo:


  • Hola, soy Lucía, vuestra nueva vecina.


Y nos dio un beso a cada uno en la mejilla, muy cerca de la boca. En uno de esos lugares que te dejan pensando. Luego se fue moviendo el culo y giró la cabeza a los cuatro pasos, para ver si se lo estábamos mirando.


Mi padre sólo dijo:


  • Manda cojones


Pero yo vi en sus ojos ese día el culo de Lucía. 


Lucía entra y sale de nuestra casa como si fuera el 20. Mi padre le dio una llave hace varias semanas. A veces la oigo trastear en la cocina y mi padre y yo bajamos corriendo a ver qué hace. Mi padre le dice:


  • ¿Qué se te ha ocurrido ahora?


Y ella le contesta, mirándome a mí:


  • Os voy a hacer un bizcocho de manzana para desayunar


Y mi padre la mira desde arriba, como desde un padre. Entonces Lucía, desde abajo, se muerde el dedo girándolo un poco, como una niña. Y me dice que le pele las manzanas, y yo voy pelando y escuchándola mientras me cuenta historias sobre amores imposibles. Creo que esos días habla mucho porque no quiere pensar. 


Siempre la escucho en su cama la noche anterior a esas visitas a nuestra cocina con alguien que la deja y vuelve a su casa. Nunca me habla de él. A veces los oigo e intento pensar en que al día siguiente aparecerá con su pijama en nuestra casa con alguna de sus ideas y cierro los ojos para no escuchar.


Hace días que Lucía no viene y a una manzana le ha salido una mancha marrón en la cara, como las que les salen a los abuelos. 


No sé qué ha pasado, pero no tengo el coraje para llamar a su puerta. Mi padre y yo nunca hablamos de ella, pero ya no veo en sus ojos el culo de Lucía y al marcharse se le han quedado tristes, como a un miope sin gafas, como a un pescado sin hielo.


La echo de menos. Tampoco la escucho con su novio por las noches, pero sé que está detrás de la medianera porque la oigo llorar a veces. Si tuviera valor rompería la pared y juntaría nuestras vidas. 


Le he preguntado a mi padre si tiro la manzana y me ha contestado que no, que ya se la comerá él. Mi padre dice que heredó el hambre de la posguerra de mis abuelos. Yo creo que heredó sus miedos. 


Ha venido Lucía, con un pijama rosa, a hablar con mi padre, y yo estaba en la cocina mirando las manzanas que se están haciendo marrones. Las de arriba aún están frescas, pero las de abajo se están pudriendo y mi padre no se las come. Los he oído discutir y Lucía ha entrado enfadada. Me ha mirado y ha sonreído, como una niña que abre un regalo.


  • ¿Qué haces? -me ha preguntado

  • Mirando las manzanas

  • Dame una


Ha cogido la manzana, la ha mordido sin dejar de mirarme, y después me ha guiñado un ojo y ha tirado el trozo de manzana directamente de su boca a la basura. Me ha sonreído, me ha dado un beso y se ha ido andando como una pantera, girando su cabeza tras dar cuatro pasos para mirarme. Y yo he pensado: “manda cojones”. Luego he tirado todas las manzanas podridas y ahora no consigo quitarme su culo rosa de la cabeza.








domingo, 22 de mayo de 2022

Neu eterna



Es increible la poca capacidad de adaptación que tienen los Valencianos, aún hoy 2 años después de la gran “Neu eterna”  no aceptan que nunca más podrán bañarse en la playa, que eso de ir en bici a cualquier parte es imposible, que nunca más serán morenos y que ser el epicentro de la fiesta de europa se acabó.


Todas las mañanas me topo con algún vecino que me dice “es que tu no sabes lo que éramos! Una ciudad como ninguna! que pena lo que nos ha pasado! y yo los miro amablemente (o al menos eso espero transmitir con mis ojos que es lo único que pueden ver) y pienso ¡yo ya estaba aquí!, que vivo hace 20 años en esta ciudad!. Pero ¿para qué entrar en detalles?, es un milagro que estén vivos, creo que la fuerza les sale del lamento, mientras más se lamentan más resistentes se vuelven.


Llego a mi trabajo después de una hora de caminata, hoy sin mayores contratiempos, las nuevas rutas que ha diseñado el ayuntamiento se mantienen despejadas, finalmente los camiones quitanieve están conducidos por personal civil, gente que sabe cómo son las cosas en el mundo real.


Hoy tenemos la visita de los altos cargos del gobierno, vamos a presentarles el resultado de nuestro proyecto basado en la hibridación, mutación y sintetización del Timol (principio activo del Tomillo), un proyecto que iniciamos mi amiga Bea y yo en su herboristería, basado en su conocimiento de plantas y en mis conocimiento de cultivo. 


Hemos logrado, basado sobre todo en el sentido común, sintetizar el Timol para ser consumido regularmente y mantener el calor corporal, como ya lo hacían nuestros abuelos con sus infusiones de tomillo para calentar los huesos. Nuestra infusión nos permitirá ser autosustentables y así poder adaptarnos a nuestro nuevo ecosistema.


Pero ¿Cómo llegamos a esto?, por necesidad:  Bea, madre de 4 hijos, fiel creyente de la madre tierra, del poder femenino de las brujas y de la vida en el campo con pañales de tela no podía conformarse con vivir en cautiverio por seguridad y yo madre de dos, superviviente de dos rescates bancarios y una revolución bolivariana no podía permitir que nuestro destino lo decidieran otros, nuevamente.


Creo que esta época se recordará como el triunfo del sentido común sobre el analfabetismo ilustrado, hoy al mirarnos frente a la “cúpula” recordaba y creo que Bea tambien, nuestra conversación  post pandemia, en la bromeamos sobre el venidero apocalipsis Zombie (ambas somos muy fan del género) dijimos: nosotras sobrevivimos seguro,  porque sabemos hacer. Bea me mira y nos sonreímos, aun no llegan los Zombies pero el Invierto Eterno lo hemos superado.


Los busca vidas han salvado las castañas del fuego y eso si que debería ser motivo de fiesta. 


miércoles, 18 de mayo de 2022

NEVADA

Primer día de mi diario

Como cada mañana, mi habitación, se inunda de luz blanquecina que empieza a teñirse pálidamente. En esta tranquilidad, súbitamente brutal, se apodera de mí, una enorme inquietud. La tristeza me invade…

Abandono, con esfuerzo, la calidez de la cama, me refugio en el acolchado batín y me acerco a la ventana para mirar el día. Desde la treceava planta, donde vivo, la mirada se pierde a lo lejos, hasta el mar. El mar que apenas se destaca, lo adivino, sé que está allí, lo recuerdo, sí, recuerdo ese azul del mediterráneo en las primaveras luminosas. Ahora, todo se ve cómo a través de un velo de tul. Los colores, desesperadamente apagados, se diluyen. Una frazada blanca cubre y forma ondulaciones creadas por la multitud de cosas que envuelve: aceras, setos, jardines, arbolado y coches que llevan meses sin moverse. Todo está insoportablemente silencioso, como en un sueño. Y las criaturas vuelan en el aire gris o a ras del suelo donde son saeteadas por el resplandor blanco y negro. En los pasillos abiertos entre la nieve, sombras de hombres, sombras de hombres en la miseria y en imágenes que tiemblan delirantes.

Salvo los meteorólogos, nadie hubiera imaginado lo que vendría después. Los primeros días de la nevada la gente salía alegre a las calles para festejar la novedad después de un largo periodo de sequía.  Desde octubre, y ya se está acabando la primavera, caen los copos de nieve, suavemente, pertinazmente, sin un solo momento de descanso.

Ya han terminado los operarios que cada dos días vienen a quitar la nieve de la azotea, para aligerar el peso. Me llega el rascar de las palas, mi techo nos separa, la nieve, entonces, cae más densamente a la calle. 

Me abrigo más para salir al balcón. Como todas las mañanas; vigilo el refugio y el comedero para las aves que instalé allí cuando comenzó la nevada. Reponer las semillas, los frutos secos, que les dará el aporte energético extra que necesitan, sobre todo, las pequeñas que son las más vulnerables, y este intenso frío supone para ellas un gran riesgo de muerte.

Compruebo que el frío de la noche a creado una capa de hielo, superficial, en el recipiente del agua, la renuevo con agua templada para que puedan beber y calentar sus pequeñas patas. Encuentro, en el murete del balcón, un gorrión que no ha conseguido llegar al refugio. Pienso, sosteniendo en mi mano el pequeño, e inerte, cuerpo, lo que dicen algunos expertos. Cuando llegue el calor, si llega, no lo saben con certeza, puesto que es, una realidad nueva. En esta  ciudad que, nació en un vado, cerca de la desembocadura del río Turia; pueden formarse, charcas, agua estancada, donde proliferan insectos y mosquitos. Puede que, entonces, sí quedan pocas aves… para las que, a estos, les sirven de alimento. Se formen temibles nubes negras, con ellos, que nos harán desear que vuelva esta blanca y luminosa nieve.

El sonido del helicóptero, me devuelve a lo real… Hoy es el día de la semana que tenemos asignado el reparto de víveres para este edificio. Procuro ser la primera en subir,  no tener que esperar entre los demás,  soportando este intenso frío.

Una nueva solidaridad se ha creado entre algunos vecinos, que antes no existía, intercambiamos ideas, soluciones, para los problemas cotidianos como, el mantenimiento interior del edificio. En alguna ocasión, con alguno, intercambio sentimientos, que…, esta nueva naturaleza nos ha traído.

Otros de los habitantes de este edificio, solo se interesan por sí mismos. Siguen obsesionados por la búsqueda de culpables y, responsables de esta situación. Sobre todo, culpando al gobierno; que, según ellos, no ha sabido, o no ha querido frenar a ese cielo, a esas nubes anárquicas, que se empeñan en descargar sin control toda esta nieve. Con el propósito oculto de: aislarnos, manejarnos y controlarnos.

He emprendido hoy, este diario, como recurso contra la soledad. Para encontrar las palabras inaudibles que, pesadas, estaban allí y, sin embargo, no lo estaban. 

Mañana continuaré.







viernes, 13 de mayo de 2022

Nieve negra

 


Antes pensaba que en Blasco Ibáñez había muchos árboles. Muchos y muy grandes: tilos, carrascas, falsas acacias, plátanos, cinamomos, álamos, cedros, abetos y jacarandas. Dos aceras amplias y un paseo central dan para muchos árboles. Pero si hubiese calculado a cuantos tocaba cada familia que vive alrededor de la avenida, no me habrían parecido tantos. De hecho, ahora sé que eran muy pocos. Lo noté cuando empezaron a bajar por la noche para cortarlos. Para hacer leña. Para poder calentarse con algo. Para aguantar un poco más.

Había muchos árboles, pero ya no queda ninguno.

Nos dijeron desde el principio que no habría suficiente gas ni electricidad para las calefacciones, como antes. Ni como antes ni de ninguna manera. Han cortado el gas y racionado la electricidad. Por la guerra con Rusia. Por la guerra y por el invierno permanente.

No ha dejado de ser invierno desde lo de La Palma. Las erupciones que empezaron en La Palma, y luego siguieron en  El Hierro y La Gomera. Dentro y fuera de las islas, un rosario de volcanes echando sin parar humo y ceniza negra que ha cubierto el cielo de todo el planeta. Como en un invierno nuclear.

Siete meses seguidos de invierno, eso nos ha cambiado la vida, pero lo que hundió el ánimo de la gente es cuando empezó  la nieve negra. Nieve negra de ceniza helada que cae de las nubes que cubren el cielo negro. Negro y frío desde hace meses. Dicen que en otros países están peor, pero yo no lo entiendo, si no hay sol, no veo qué diferencia puede haber entre estar más al norte o la sur. Nunca se ve el sol, sólo una luz tenue y difusa durante el día y una oscuridad espesa por la noche

Electricidad sí tenemos, pero sólo para alumbrarnos un poco. Y para conectarnos a internet. Qué podríamos hacer sin internet. Al menos vemos series, escuchamos música, chateamos y nos llegan las noticias. Internet y realidad virtual. Eso ayuda un poco, imaginar que estás en una playa o nadando en una piscina soleada, mientras te pelas de frío dentro de casa, aunque lleves los guantes y el abrigo puestos.

Yo me caliento con una estufa de hierro que hice con una bombona de butano vacía. Me ayudó mi vecino, que es un manitas. Así caliento una habitación de la casa, sólo una. La caliento con la leña del árbol que cortamos hace tiempo, no recuerdo cuánto. Una carrasca grande. Tiene la madera dura y compacta, y cada leño te dura mucho. Bajamos una noche cuando ya era evidente que esto no iba a ser provisional. La cortamos entre los dos, él tenía una sierra mecánica pequeña y yo un hacha. Cortamos el tronco en trozos, y todas las ramas, y lo subimos a casa. Nos costó una noche entera. La guardo en las habitaciones que no uso. Quemo leña y también libros. En casa había muchos, pero los libros duran menos que la madera de carrasca; mucho menos, no se puede comparar. Y también están los muebles, de reserva, no sé hasta cuándo va a durar esto.

Tampoco queda comida, nos reparten raciones cada semana. Unas latas con una pasta de yuca y harina de pescado. No está muy buena, pero se puede comer sin cocinarla. Nos reparten comida y nos dan instrucciones por internet. Nos cuentan cómo va la guerra y los planes para afrontar la crisis volcánica y para protegernos de la pandemia.

Ya no me acuerdo de qué ola es ésta, he perdido la cuenta, pero cada vez son peores. Por culpa de los rusos. Dicen que las vacunas no sirven y que debemos mantenernos aislados, porque tampoco hay mascarillas ni medios de protección para todos. Los recursos hay que mandarlos a la guerra. Tampoco sé a dónde podríamos ir, con el frío que hace, pero nos dicen que no nos juntemos con los vecinos, que es muy contagiosa y las vacunas de antes no sirven para las cepas que han soltado los rusos.

Mi vecino dice que todo es un montaje, que ya no hay guerra, solo el invierno de los volcanes, pero ni rusos ni nada. Que allí están mucho peor que nosotros y que no pudieron seguir con la guerra. Y que tampoco hay pandemia, que lo dicen para tenernos en casa, porque no saben qué hacer. Mi vecino es un poco conspiranoico, su mujer murió en la primera ola, cuando era primavera y podíamos salir a los balcones a aplaudir. Ahora nadie abre ni siquiera una ventana; entraría frío y no sé cómo sonarían los aplausos con guantes ni a quién íbamos a aplaudir. Y también dice que lo que cuentan por internet y la tele es mentira, que nos espían y nos controlan.

Yo no sé qué pensar. No entiendo qué tienen que controlar, si ya estamos solos y aislados y no podemos ir a ninguna parte, con todo este frío y la nieve negra. Hace más de un mes que salí por última vez. Fui a la playa para ver el mar. Estaba cubierta de esta nieve tan rara. Y las orillas no tenían casi olas, se estaban helando como una papilla enorme, tranquila y silenciosa, de café granizado.

Mi vecino me ha ayudado mucho desde que se marchó mamá. Bueno, no se marchó, la verdad es que se la llevaron. Muerta. Un día se encerró en el cuarto de baño con un brasero y se envenenó con monóxido de carbono. El día anterior habíamos recibido una carta diciendo que papá había muerto en la guerra. En un sitio de Alemania que no nos podían decir porque era secreto militar . Fue el primer día que empezó a caer nieve negra. Me acuerdo de la fecha porque al día siguiente era mi cumpleaños: dieciséis años. Mi vecino llamó a la policía y les dijo que él estaría pendiente de mí. No pareció importarles mucho, pero tomaron nota; desde entonces sólo recibo raciones de comida para una persona.

Ayer me tocó a la puerta muy nervioso, quería enseñarme la prueba de que tiene razón, de que nos mienten y nos manipulan. Me mandó, delante de mí, un guasap que decía: “el Gobierno nos miente. La guerra y la pandemia son excusas para mantenernos disciplinados porque no saben cómo afrontar la crisis. Hay que desenmascararlos. Reenvía este mensaje a todos tus contactos”.

Sorprendentemente, el guasap que yo recibí al instante era diferente: “A veces me desanimo y pienso que esto no terminará nunca. Menos mal que el gobierno nos protege. Tenemos que seguir sus instrucciones y tener paciencia. Ánimo”. Nunca había pensado que se pueden modificar así los mensajes, pero lo vi con mis propios ojos

Estaba muy excitado y me contó que ni siquiera está seguro de que todo el planeta esté igual. Posiblemente sólo pase en el hemisferio norte, en Europa, que es donde se han acumulado las nubes y que han decidido dejarnos morir mientras los que mandan están a salvo. Que controlan todo lo que decimos y lo manipulan con un programa de inteligencia artificial. Que ha contactado por internet con gente que ya se ha dado cuenta y que tenemos que organizarnos. Yo no entiendo de inteligencia artificial y tampoco sé qué podría hacer. Solo me preocupa que me traigan la comida y no quedarme sin leña.

Esta noche he oído ruidos en el rellano y he visto por la mirilla que unos hombres con trajes de protección biológica salían de su casa. He abierto la puerta para preguntar y me han dicho que no saliese, que mi vecino se había contagiado y había muerto. Se lo han llevado en una camilla con ruedas, dentro de una bolsa llena de símbolos de riesgo biológico. Me han advertido de que nadie debía entrar, que es muy peligroso. No me han preguntado por su familia. Tampoco se han interesado por si yo me hubiese podido contagiar. Han puesto unas cintas para precintar la puerta y se han marchado. No me he atrevido a preguntar nada.

Me ha parecido todo muy raro, esta tarde no tenía ningún síntoma y no sé cómo se habrá contagiado si hace más de un mes que no nos hemos juntado con nadie; ni siquiera hemos salido a la calle. Sólo al portal a recoger las raciones que dejan cada semana.

Cuando he visto por la ventana que se marchaban, he despegado con cuidado las cintas del precinto y he entrado con la llave que tengo. Toda la casa estaba revuelta, los cajones por el suelo y se habían llevado su ordenador.

Todavía le quedaba mucha leña, me la he llevado en unos cuantos viajes, a él ya no le va a servir de nada. También tenía unas botellas de alcohol y algunas latas de comida de la de antes, hasta latas de piña en rodajas. Me lo he llevado todo. Sus libros también; no duran tanto como la madera, pero algo hacen. Al acabar he cerrado la puerta y he pegado con cuidado los precintos. No creo que venga nadie a controlarlo.

Mañana desayunaré piña Del Monte. No he comido fruta desde mi cumpleaños.

 

Entrevista a Bárbara

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